Lorenzo despertó y lo vio a
su lado, de espaldas. Faltaban pocos minutos para las once de la mañana. Se
detuvo a contemplar cada gesto involuntario de aquel cuerpo casi inerte. Su
espalda subía y bajaba al ritmo de su respiración constante. Sus brazos abrazaban
la almohada con furor y sus largas y torneadas piernas reposaban juntas como
dándose calor entre ellas. Se acercó a su cabello e inhaló su olor. Olía a
pasión.
Pasó rato admirando al hombre que había pasado la noche a su lado. Cada centímetro de su cuerpo, hasta los invisibles para el resto de los mortales, le gustaba. Sus labios, una mezcla sensual entre pequeños y carnosos, le encendían el cuerpo cada vez que los tocaba con los propios o en esos instantes en que en complicidad con la lengua se pasaeaban por sus tetillas. Sus manos, de dedos gruesos, lo habían hecho temblar unas horas antes mientras las sentía escribiendo en su cuerpo, sin censura, palabras en el idioma de la lujuria y aunque no se lo había dicho nunca, sus pies le encantaban. No eran grandes, pero eran gruesos, fuertes, poderosos. Nunca se los ha querido besar, no quiere que descubra lo mucho que le gustan. Las sábanas también dejaban ver la silueta de sus redondos glúteos, montículos de músculo joven que horas antes había tenido entre sus manos
Pasó rato admirando al hombre que había pasado la noche a su lado. Cada centímetro de su cuerpo, hasta los invisibles para el resto de los mortales, le gustaba. Sus labios, una mezcla sensual entre pequeños y carnosos, le encendían el cuerpo cada vez que los tocaba con los propios o en esos instantes en que en complicidad con la lengua se pasaeaban por sus tetillas. Sus manos, de dedos gruesos, lo habían hecho temblar unas horas antes mientras las sentía escribiendo en su cuerpo, sin censura, palabras en el idioma de la lujuria y aunque no se lo había dicho nunca, sus pies le encantaban. No eran grandes, pero eran gruesos, fuertes, poderosos. Nunca se los ha querido besar, no quiere que descubra lo mucho que le gustan. Las sábanas también dejaban ver la silueta de sus redondos glúteos, montículos de músculo joven que horas antes había tenido entre sus manos
Pasaron horas antes de que el
vecino de cama despertara y buena parte de esos minutos, Lorenzo estuvo allí, a
su lado, contemplándolo, pensándolo. Por unos instantes, dejó de pensar en lo
mucho que le atraía físicamente y se dejó llevar hacia esos recuerdos que le
señalaban otros detalles. Era un conversador como pocos. Sarcástico como
ninguno. Familiar como pocos que hubiera conocido. Testarudo de una forma que
parecía el rey de la especie. Cariñoso de una forma única, sin parecerse a
nadie y en ese momento, Lorenzo se reafirmó que aquello que sentía por el
vecino de cama, trascendía lo físico y se complementaba genialmente con lo
mucho que le gustaba el espíritu de la persona que compartía el otro extremo de
la colcha.
Con ese espíritu había pasado
los mejores momentos de las últimas semanas y sólo se determinó a decirle
mientras estuvieran juntos, lo mucho que lo quería. Al cabo de unas horas, el
vecino se marchó y antes de despedirse, perfumó la habitación con una fragancia de Antonio Banderas. Mientras Lorenzo lo despedía, este le dijo que quizá había olvidado
algo en la habitación. Quizá las llaves o unos audífonos. Lo cierto es que no
dejó nada físico, más allá de la estela del perfume que impregnaba el espacio. En la habitación, quedó su imagen, la
misma de la mañana. Su espalda mostrando su respiración, sus brazos bordeando
la almohada y sus piernas juntas. Y sus pies. En las próximas noches y
hasta la próxima visita el vecino no estaría, pero Lorenzo se había quedado
para esos días con ese regalo que atesoró de observarlo mientras dormía.
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