sábado, 27 de julio de 2013

Mientras dormía

Lorenzo despertó y lo vio a su lado, de espaldas. Faltaban pocos minutos para las once de la mañana. Se detuvo a contemplar cada gesto involuntario de aquel cuerpo casi inerte. Su espalda subía y bajaba al ritmo de su respiración constante. Sus brazos abrazaban la almohada con furor y sus largas y torneadas piernas reposaban juntas como dándose calor entre ellas. Se acercó a su cabello e inhaló su olor. Olía a pasión.
Pasó rato admirando al hombre que había pasado la noche a su lado. Cada centímetro de su cuerpo, hasta los invisibles para el resto de los mortales, le gustaba. Sus labios, una mezcla sensual entre pequeños y carnosos, le encendían el cuerpo cada vez que los tocaba con los propios o en esos instantes en que en complicidad con la lengua se pasaeaban por sus tetillas. Sus manos, de dedos gruesos, lo habían hecho temblar unas horas antes mientras las sentía escribiendo en su cuerpo, sin censura, palabras en el idioma de la lujuria y aunque no se lo había dicho nunca, sus pies le encantaban. No eran grandes, pero eran gruesos, fuertes, poderosos. Nunca se los ha querido besar, no quiere que descubra lo mucho que le gustan. Las sábanas también dejaban ver la silueta de sus redondos glúteos, montículos de músculo joven  que horas antes había tenido entre sus manos

Pasaron horas antes de que el vecino de cama despertara y buena parte de esos minutos, Lorenzo estuvo allí, a su lado, contemplándolo, pensándolo. Por unos instantes, dejó de pensar en lo mucho que le atraía físicamente y se dejó llevar hacia esos recuerdos que le señalaban otros detalles. Era un conversador como pocos. Sarcástico como ninguno. Familiar como pocos que hubiera conocido. Testarudo de una forma que parecía el rey de la especie. Cariñoso de una forma única, sin parecerse a nadie y en ese momento, Lorenzo se reafirmó que aquello que sentía por el vecino de cama, trascendía lo físico y se complementaba genialmente con lo mucho que le gustaba el espíritu de la persona que compartía el otro extremo de la colcha.

Con ese espíritu había pasado los mejores momentos de las últimas semanas y sólo se determinó a decirle mientras estuvieran juntos, lo mucho que lo quería. Al cabo de unas horas, el vecino se marchó y antes de despedirse, perfumó la habitación con una fragancia de Antonio Banderas. Mientras Lorenzo lo despedía, este le dijo que quizá había olvidado algo en la habitación. Quizá las llaves o unos audífonos. Lo cierto es que no dejó nada físico, más allá de la estela del perfume que impregnaba el espacio. En la habitación, quedó su imagen, la misma de la mañana. Su espalda mostrando su respiración, sus brazos bordeando la almohada y sus piernas juntas. Y sus pies. En las próximas noches y hasta la próxima visita el vecino no estaría, pero Lorenzo se había quedado para esos días con ese regalo que atesoró de observarlo mientras dormía.

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